Los bancos están para captar ahorros de
manera voluntaria del público. Con estos fondos por los que paga intereses de
mercado, más financiamientos que obtienen por diferentes vías, canalizan
crédito o hacen inversiones en valores, buscando un rendimiento que les permita
cubrir costos y generar beneficios. Hasta aquí la descripción de la actividad
luce como una fiesta exclusiva para participantes privados: Empresarios que
ponen el capital, clientes que depositan o demandan recursos. Los más
eficientes crecen, prosperan, pagan buenas tasas de interés y reparten
utilidades. Los que dan malos préstamos y no atraen liquidez por bajas tasas o
pésimo servicio, quiebran y las pérdidas, en simetría con las utilidades,
deberían afectar sólo a sus dueños y ahorrantes.
Si así fuera, tendríamos privatizadas
los números negros y rojos, pero en la banca mayorista no es así la cosa. Se privatizan los beneficios y socializan las
quiebras, gracias a un esquema de reserva fraccional donde un banco central es
prestamista de última instancia y el gobierno cubre las pérdidas de los
rescates con las finanzas públicas. A
causa de este amparo estatal a la actividad bancaria es que hay que soportar a
regañadientes a los reguladores, participar, con o sin ganas, en las
operaciones de crédito público y aceptar con resignación la membresía de los
que, en su razón social, no esconden la esencia pública de todo el negocio.