Los bancos están para captar ahorros de
manera voluntaria del público. Con estos fondos por los que paga intereses de
mercado, más financiamientos que obtienen por diferentes vías, canalizan
crédito o hacen inversiones en valores, buscando un rendimiento que les permita
cubrir costos y generar beneficios. Hasta aquí la descripción de la actividad
luce como una fiesta exclusiva para participantes privados: Empresarios que
ponen el capital, clientes que depositan o demandan recursos. Los más
eficientes crecen, prosperan, pagan buenas tasas de interés y reparten
utilidades. Los que dan malos préstamos y no atraen liquidez por bajas tasas o
pésimo servicio, quiebran y las pérdidas, en simetría con las utilidades,
deberían afectar sólo a sus dueños y ahorrantes.
Si así fuera, tendríamos privatizadas
los números negros y rojos, pero en la banca mayorista no es así la cosa. Se privatizan los beneficios y socializan las
quiebras, gracias a un esquema de reserva fraccional donde un banco central es
prestamista de última instancia y el gobierno cubre las pérdidas de los
rescates con las finanzas públicas. A
causa de este amparo estatal a la actividad bancaria es que hay que soportar a
regañadientes a los reguladores, participar, con o sin ganas, en las
operaciones de crédito público y aceptar con resignación la membresía de los
que, en su razón social, no esconden la esencia pública de todo el negocio.
La eterna batalla entre mercados libres
y reguladores se puede describir como una entre expertos en Kama Sutra y
fundamentalistas movimonopolistas de la posición misionera. Cuando los últimos sólo tienen la fuerza
bruta para imponerse, florecientes mercados negros o informales dan testimonio
de la valentía de quienes mantienen la oferta de bienes y servicios. Si es un combo de músculo y seguro de
rentabilidad, como en la banca moderna, los episodios pierden glamour
libertario. Debates epistolares y reuniones van, reuniones vienen, terminan en
acuerdos donde se armonizan posiciones para que el regulador imponga su poder
sin provocar la asfixia de la actividad.
Entusiastas de la litigación están ahora por descarrilar esta tradición
de décadas, proponiendo amparos y otros recursos legales contra propuestas de
normativas que se acostumbraban resolver con tacto y paciencia. Fracasos
consecutivos, como el de los contratos de adhesión de tarjetas y el anticipo
del 1% de activos, debe recordar a los banqueros que la nueva estrategia podría
tener fundamento en la lógica mercantil atribuida a los dueños de funerarias.
Longevidad mayor y paz regulatoria sin procesos en tribunales, fuera de record,
se citan como escenarios poco favorables para los respectivos negocios.
Si el gobierno tiene el sartén
regulatorio por el mango, es lógico que cuenta con el poder para usar el
crédito bancario sin importar si tiene o no franquicias en el sector. De ahí que no tenga asidero proponer la
privatización del Banco de Reservas para conjurar ese mal, del que se cita como
ejemplo las recientes operaciones de descuento de facturas a contratistas de
obras públicas. Con o sin esa entidad, a
los que diseñaron ese mecanismo que evitó la paralización de la inversión
gubernamental, les esperaba tratamiento de alfombra roja en cualquier
institución financiera, así como contemplar una competencia feroz por el liderazgo
del pool bancario que se pondría a su disposición.
De hecho, bancos privados
participaron, progresaron y ganaron, como en los concursos sabatinos del viejo
Corpo, en las transacciones con
contratistas, mostrando el mismo entusiasmo que es común a todos en el
negocio de compra y venta de títulos emitidos por Hacienda y el Central. A una colega del banco que ruge le expresé mi
asombro de ver como su oferta de estos valores era publicitada como "la
inversión inteligente"; y no hay cosa que entusiasme ahora más que
destacarse en el programa de "hacedores de mercados" para
instrumentos de deuda pública, cuyos flujos de intereses y redención dependen
de emisión monetaria y recaudación de impuestos.
Estos reparos a la privatización, sin
embargo, no deben impedir el rechazo
general a la cacería de los depósitos por contratos de alquiler desatada por el
Banco Agrícola. Este acoso aberrante
contra propietarios que rentan sus
inmuebles, vino a sepultar la iniciativa que en los años 80 se promovió para movilizar
depósitos rurales utilizando la red de sucursales de esa entidad y algunas
cooperativas. Una encuesta, en 1986, a clientes de ahorro que llegaron
voluntariamente a sus oficinas cuando abrieron facilidades de depósito, reveló
que el 55% se estrenaba en el sistema financiero con la libreta del Bagrícola,
institución que así empezó a valorar el potencial de contar con una fuente de
fondos más estable que el vaivén de las ayudas externas o los apoyos
presupuestarios.
Las cooperativas, que se limitaban a operar con los aportes de
capital de los asociados y una orientación paternalista castradora del aumento
patrimonial, también se embarcaron en la iniciativa de captar depósitos. Sin mirar atrás, empezaron un nuevo camino de
fomentar el ahorro voluntario por el que han llegado a funcionar hoy como
entidades financieras solventes. El Bagrícola volteó la mirada y escapó a la
justicia divina que debió petrificarlo, para convertirse en un depredador de
obligaciones pautadas libremente en contratos de alquiler, en perjuicio de
legítimos propietarios de inmuebles, que merecen más solidaridad, y el
crecimiento de la oferta de viviendas con esa finalidad.
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